Cómo desde el modelo patriarcal se construyen grupos sociales de disímil valor. Los niños y niñas son uno de ellos.
“No todos los ciudadanos son equivalentes sino individuos de disímil valor”, dice el historiador argentino José Luis Romero.
Cuando los conquistadores europeos llegaron a Latinoamérica tenían la convicción que podían tomar posesión del territorio. Según Romero, para ellos había un vacío cultural que debían llenar con valores y costumbres exportadas. El continente era tierra de nadie, pues “Europa era el nuevo pueblo elegido, el poseedor de la verdad, el destinatario de la revelación” (Romero, 1971: 29).
Estas ideas de lo europeo como lo superior fueron parte de la política colonizadora y poco a poco se fueron diversificando. Su origen viene desde la represión española a los indígenas, y la destrucción de sus ricos sistemas de producción. La intención no era construir junto a los nativos una nueva Latinoamérica sino imponer un modelo europeo, desde la propiedad de la tierra: individual y no colectiva. Para esto oprimieron a lo indígena desde su matriz de pensamiento, desde las ideas, imponiendo un sistema donde el poder político lo tienen quienes cuentan con los medios de producción.
Luego llegaron los ideales de la Ilustración, de la mano de la nueva clase política burguesa, quienes hicieron suyo la libertad como valor a seguir, la razón como única forma de conocimiento, y la democracia como sistema de gobierno.
Los libros de Historia y especialmente los testimonios que ahí pueden encontrarse son fundamentales para hacer esta reconstrucción, pues reflejan la mentalidad de una época, y dan cuenta de los procesos sociales, políticos, económicos y culturales que van constituyendo una matriz de pensamiento.
Así, hay historiadores que tienden a invisibilizar a ciertos grupos sociales en sus relatos, mientras otros, cuentan esa historia no siempre contada. Uno de ellos es el chileno Gabriel Salazar, quien desde la Historia Social, se ha encargado de entregarle protagonismo a esos otros invisibles: “los niños y los jóvenes no figuran, normalmente, en las páginas de la Historia. Pero son lectores, escuchas y memorizadores de la misma. No son actores centrales. Tampoco son monumentos. La Historia está poblada (monopolizada) por adultos de segunda o tercera edad” (Salazar, 2002: 9).
Este hecho da cuenta de cómo la Historia se ha construido bajo un modelo patriarcal, androcéntrico, o patrilineal; es decir, desde relaciones de poder desiguales, donde algunas voces son silenciadas y no todos son protagonistas. Amparo Moreno Sardà lo explica a través del concepto del arquetipo viril:
“Un modelo humano imaginario, fraguado en algún momento de nuestro pasado y perpetuado en sus rasgos básicos hasta nuestros días, atribuido a un ser humano de sexo masculino, adulto y cuya voluntad de expansión territorial y, por tanto, de dominio sobre otros y otras mujeres y hombres, le conduce a privilegiar un sistema de valores que se caracteriza por valorar positivamente la capacidad de matar frente a la capacidad de vivir y regenerar la vida armónicamente” (Moreno Sardà, 1987: 11).
Este modelo tiene sus raíces en una perspectiva androcéntrica. Sus fundamentos están en el pensamiento lógico-científico el que se muestra como ‘el conocimiento’, como la única forma de alcanzar la verdad. Para Moreno Sardà, más que el interés por conocer o convivir se busca dominar, y es por eso que sólo se consideran algunos colectivos humanos, los que cumplen las características del llamado arquetipo viril.
Se identifica esta perspectiva con lo humano, lo que permite encubrir la negación que se realiza de ciertos grupos sociales. Aquí no se habla del sexo masculino en su totalidad, sino sólo de aquellos varones adultos que actúan en lo alto de las instituciones sociales. No son niños, adolescentes, ancianos, ni mujeres. Es el hombre que posee ciertas cualidades viriles como el honor y la valentía, y que conoce para dominar, no convivir.
Es necesario dejar claro que Amparo Moreno Sardà se refiere a hombres y mujeres, pero con ello no está queriendo decir que todos los hombres han sido significativos para una parte de la Historia, o todas las mujeres resultan insignificantes; sino que han sido ignorados(as) sólo aquellos que no cumplen con los atributos del arquetipo viril: no son de raza blanca, no pertenecen a la esfera pública, y por ende, no detentan la hegemonía del poder.
Como señala esta autora, no es que esta construcción sea una invención de los historiadores, pues da cuenta de un modelo hegemónico construido en la cultura. Entonces “el discurso histórico refleja, reproduce y legitima la hegemonía androcéntrica” (Moreno Sardà, 1987: 51). Esta “versión ‘científica’ del relato de la Historia que ve sólo el rostro del progreso y no el del espanto, que habla de una actualidad y de un nosotros de selectos e ignora o desprecia a ese otro que integran las masas populares de América Latina” (Argumedo, 1996: 77), está impregnada de una mirada política habitualmente alineada con los sectores dominantes.
Una cultura que, desde las características nombradas, responde a un modelo patriarcal que ha dominado a la sociedad occidental, como lo explica Claudio Naranjo: “decir que nuestro mal reside en el ‘patriarcado’ equivale a decir que el problema es tan viejo como la propia civilización, y que para salir del atolladero tendríamos que poner en cuestión cuanto hemos venido haciendo casi desde siempre; cambiar unas estructuras tan profundamente arraigadas, que nos resulta difícil diferenciar la naturaleza esencial del ser humano de nuestro actual modo de ser, producto del propio condicionamiento” (Naranjo, 2014:86).
No obstante, cuando los niñ@s y jóvenes sí aparecen en los relatos históricos, es posible vislumbrar, más concretamente, la preeminencia de este modelo patriarcal. Pues, allí se describen las disímiles relaciones de poder entre los grupos sociales, y es esa interacción la que deja en evidencia las nociones que en cada época se tiene de la niñez, y sus transformaciones.
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