Hasta la primera mitad del siglo XX la infancia no ocupó un lugar relevante en la estructura social en Chile. En condiciones de pobreza ellos/as eran los más afectados, y peor aún, la solución era esconder esta realidad, y castigarla, más que hacerse cargo de ella desde una política de Estado.
Esta situación de desprotección contribuyó a consolidar una imagen de la niñez como desvalida, subordinada frente a los adultos, y sin capacidad de defensa ante el escenario que le tocaba vivir. Y aunque ciertamente esta concepción es coherente con la realidad descrita, representa uno de los puntos claves a la hora de discutir el paradigma de la minoridad, el que se basa en esta premisa para potenciar sólo las carencias de niños y niñas, antes que sus recursos y derechos.
Según Gabriel Salazar, en Chile los niños huachos (ilegítimos) y el peonaje juvenil, durante gran parte del siglo XIX, configuraron más de la mitad de la población, dividiéndose en dos grupos: “uno que crecía por dentro de las casas señoriales (…) y otros que, por fuera de ellas, crecía en los rancheríos suburbanos. Los niños del primer ramal, se suponía, estaban ‘civilizándose’ (en privado). Los del segundo, en cambio, se acumulaban en las calles y plazas como un problema de higiene y moralidad públicas; es decir, constituían un escándalo público que requería de castigos públicos” (Salazar, 2002: 54).
El “bajo fondo” como nombra Gabriel Salazar a esos sectores de la ciudad donde se tejen redes mercantiles de alcohol, prostitución, delincuencia, y cárcel, fue a principios del siglo XX –y sigue siendo- hogar de muchos niños/as, de entre 8 y 14 años, que escapaban de la violencia de sus hogares, o fueron abandonados.
Allí se formaban pandillas que tomaban las calles, y “lo que para las autoridades era ‘crimen’, para los niños era ‘trabajo’. O sea: supervivencia”, dice Salazar (2002: 62). El hecho es que los niños, hasta 1930 en Chile, no podían ser propiamente “niños”. Y esa realidad lejos de demostrar la “fragilidad” de la infancia, que legitima la mirada de control y protección asistencialista, demuestra el poder de resiliencia de la niñez y su legitimidad como sujetos históricos y sociales.
Esto último pues, tal como señala Jorge Rojas Flores, en las investigaciones sobre la infancia ellos/as no son vistos como sujetos históricos pues “no es extraño que los sentimientos que se describen suelen tener como referencia a los adultos, y no a los niños (…). Se suceden los aspectos que han sido asimilados como privativos de la infancia: la escuela, el juego, y la vida en el hogar, y se abandonan aspectos que están presentes en la vida de muchos niños, como la socialización política, su participación económica, etc.” (Rojas Flores, 2001: 29).
Y si el trabajo y la calle fueron los principales lugares de socialización para los niños y niñas en el siglo XIX, en la primera mitad del XX, fue la escuela. Según Rojas Flores esto tiene un impacto decisivo en la concepción social que representa la infancia. “La escuela como institución hegemónica encargada de la socialización formal, mediante un protocolo cuyas etapas se extienden en al menos doce años de estudio. La infancia -como construcción social- se amplía en años, y los niños y niñas pasan a constituir un grupo con creciente visibilidad social”.
Es desde esta incipiente visibilización de la niñez que surgen las acciones y/o políticas para enfrentar las distintas situaciones que vive la infancia. En Latinoamérica, el camino social y jurídico para pasar de un enfoque asistencialista, a uno de derechos, ha sido largo y complejo. Más aún en Chile, donde erradicar el paradigma de la minoridad de las políticas públicas es un tema vigente.
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